lunes, 8 de junio de 2009

LA VIDA DE SVASTI JUNTO A BUDA.


Los dos protagonistas ante cuyos ojos discurre el relato son Svasti, un joven pastor de búfalos y el mismo Buda.





Antes de dormir, Svasti se sentó bajo un árbol de bambú y recordó los primeros meses con el Buda. Tenía entonces sólo once años y su madre había fallecido recientemente, dejándole a cargo de sus tres hermanos menores. No tenía leche para alimentar a la pequeña, que era sólo un bebé. Por suerte, un hombre del pueblo, llamado Rambhul, le contrató para que cuidara de sus búfalos –cuatro búfalos adultos y una cría–. Así, Svasti pudo ordeñar a una búfala todos los días y alimentar a su hermanita. El muchacho cuidaba con sumo cuidado a los búfalos, pues sabía que debía conservar el empleo si quería que sus hermanos no pasaran hambre. Desde la muerte de su padre, no se había reparado el tejado de su cabaña y, cada vez que llovía, Rupak tenía que correr de aquí para allá, colocando recipientes bajo los boquetes para recoger las goteras. Bala tenía sólo seis años pero tuvo que aprender a cocinar, cuidar del bebé e ir en busca de leña al bosque. Aunque era muy pequeña, podía amasar harina y hacer chapatis para sus hermanos. En contadas ocasiones podían comprar un poco de curry. A Svasti se le hacía la boca agua cuando, de regreso al establo con los búfalos, de la cocina de Rambhul emanaba el tentador aroma del curry. Desde la muerte de su padre, los chapatis rebozados en salsa de carne con curry habían sido un lujo desconocido. La ropa de los niños era poco más que harapos. Svasti no tenía más que un dhoti ya muy gastado. Cuando hacía frío, se cubría los hombros con una vieja tela marrón. Estaba raída y descolorida pero, para él, era valiosísima.

Svasti debía buscar lugares con buenos pastos para los búfalos, pues sabía que si los devolvía hambrientos al establo, el Señor Rambhul le pegaría. Además, todos los días, al atardecer, tenía que llevar a la casa un considerable manojo de hierba para que los búfalos comieran durante la noche. Las tardes de muchos mosquitos, hacía fuego para ahuyentarlos con el humo. Rambhul le pagaba cada tres días con arroz, harina y sal. A veces, Svasti volvía a su hogar con algunos peces que había pescado a orillas del río Naranjara, para que Bhima los cocinara.

Una tarde, después de bañar a los búfalos y cortar un montón de hierba, Svasti quiso pasar un rato, tranquilo y solo, en el frescor del bosque; dejó a los búfalos pastando y buscó un árbol alto para apoyarse mientras descansaba. De repente se detuvo. Había un hombre sentado en silencio bajo un árbol pippala, a no más de cincuenta metros. Svasti, asombrado, le miró fijamente. Nunca en su vida había visto a nadie sentado de una manera tan bella; la espalda perfectamente recta y los pies descansando con elegancia sobre los muslos. El hombre permanecía inmóvil y concentrado. Sus ojos parecían estar medio cerrados y sus manos, una sobre la otra, descansaban ligeras sobre el regazo. Vestía un descolorido hábito amarillo que dejaba un hombro al descubierto. Su cuerpo irradiaba paz, serenidad y majestuosidad. Sólo con mirarle una vez, Svasti se sintió sorprendentemente confortado. Su corazón se estremeció. No entendía cómo podía sentir algo tan especial por una persona a la que ni siquiera conocía, pero permaneció inmóvil un largo rato, con absoluto respeto.

El extraño abrió los ojos. Mientras descruzaba sus piernas y masajeaba suavemente sus tobillos y plantas de los pies no vio a Svasti. Lentamente, se levantó y empezó a caminar. Al hacerlo en dirección opuesta, no le veía. El chico, sin hacer un solo ruido, contempló al hombre caminar con pasos lentos y meditativos por el bosque; después de siete u ocho pasos, se giró y fue entonces cuando le vio.

Sonrió al muchacho. Nadie le había sonreído nunca con tan dulce tolerancia. Como si fuese arrastrado por una fuerza invisible, Svasti corrió hacia el hombre pero, cuando se encontraba a unos pocos metros de él, se paró en seco al recordar que no tenía derecho a acercarse a ninguna persona de casta superior.

Svasti era un intocable. No pertenecía a ninguna de las cuatro castas sociales. Su padre le había explicado que la casta brahman era la más alta, y que la gente nacida en ella eran sacerdotes y maestros que leían y comprendían los Vedas y otras escrituras y hacían ofrecimientos a los dioses. Cuando Brahma creó la raza humana, los brahmanes salieron de su boca. La segunda casta superior era la ksatriya. Los nacidos en ella podían acceder a posiciones políticas y militares, ya que habían surgido de las dos manos de Brahma. Los de la casta vaisya eran mercaderes, agricultores y artesanos que habían brotado de los muslos de Brahma. Los de la casta sudra habían surgido de los pies de Brahma y era la casta inferior. Se dedicaban exclusivamente a las labores manuales que no efectuaban ninguna de las castas superiores. Pero los miembros de la familia de Svasti eran “intocables”, que no tenían casta alguna. Se les obligaba a construir sus casas fuera de los límites del pueblo y llevaban a cabo los trabajos más bajos como recoger basura, abonar los campos, hacer caminos, alimentar a los cerdos y cuidar búfalos. Todo el mundo debía aceptar la casta en la que había nacido. Las sagradas escrituras enseñaban que la felicidad residía en la habilidad de aceptar la propia posición.

Si un intocable como Svasti tocaba a una persona de casta superior, era apaleado. En el pueblo de Uruvela, un intocable había sido severamente golpeado por tocar a un brahmán. El brahmán o el ksatriya que fuera tocado por un intocable se contaminaba y, para purificarse, tenía que ayunar y hacer penitencia durante varias semanas. Siempre que Svasti conducía los búfalos al establo, trataba de no pasar cerca de las personas de casta superior que se encontrara en el camino o fuera de la casa de Rambhul. Tenía la impresión de que incluso los búfalos eran más afortunados que él pues un brahmán podía tocarlos sin contaminarse. Incluso en el supuesto de que un intocable, sin ser su culpa, rozara accidentalmente a alguien de una casta superior, podía ser golpeado cruelmente.

Frente a Svasti se hallaba ahora el más atractivo de los hombres y era evidente, a decir por su porte, que no compartían la misma condición social. Sin duda, una persona con una sonrisa tan bondadosa y tolerante no le pegaría aunque llegara a tocarle pero Svasti no quería ser la causa de la contaminación de alguien tan especial; por eso se quedó paralizado a sólo unos pocos pasos de él. Al ver su vacilación, el hombre avanzó hacia el muchacho. Svasti retrocedió para evitar el contacto pero el hombre era más rápido y, en un abrir y cerrar de ojos, le puso la mano izquierda sobre el hombro. Con su mano derecha, le dio unas cálidas palmaditas en la cabeza. Svasti permaneció inmóvil. Nadie le había tocado nunca la cabeza de una manera tan dulce y afectuosa y, sin embargo, se sintió, de repente, presa del pánico.

“No tengas miedo, chico”, dijo el hombre con una voz serena y tranquilizadora.

Al sonido de esa voz, los temores de Svasti se desvanecieron. Levantó la cabeza y miró fijamente aquella sonrisa bondadosa y tolerante. Tras vacilar un momento, balbuceó, “Señor, me gusta usted muchísimo”.

El hombre alzó la barbilla de Svasti y le miró a los ojos. “Y tú también me gustas. ¿Vives por aquí?”.

Svasti no respondió. Tomó entre sus manos la mano izquierda de aquel desconocido y formuló la pregunta que tanto le preocupaba, “Cuando le toco así, ¿no está contaminándose?”.

El hombre se rió y sacudió la cabeza. “Para nada, hijo. Tú y yo somos seres humanos. No puedes contaminarme. No escuches lo que diga la gente”.

Tomó la mano de Svasti y caminó con él hasta el linde del bosque. Los búfalos pastaban aún apaciblemente. El hombre miró a Svasti y preguntó, “¿Cuidas estos animales? Y ésta debe de ser la hierba que has cortado para su cena. ¿Cómo te llamas? ¿Vives por aquí?”.

Svasti respondió educadamente, “Sí, Señor. Cuido estos cuatro búfalos y esta cría, y esa es la hierba que he cortado. Mi nombre es Svasti y vivo al otro lado del río, justo detrás del pueblo de Uruvela. Por favor, Señor, ¿cuál es su nombre y dónde vive? ¿Puede decírmelo?”.

El hombre respondió amablemente, “Por supuesto. Mi nombre es Sidarta y mi hogar está muy lejos, pero ahora vivo en el bosque”.

“¿Es usted un ermitaño?”.

Sidarta asintió. Svasti sabía que los ermitaños eran hombres que, generalmente, vivían y meditaban en lo alto de las montañas.

Aunque acababan de conocerse y habían intercambiado pocas palabras, Svasti sintió un cálido vínculo con su nuevo amigo. En Uruvela, nadie le había tratado jamás de una forma tan amistosa ni hablado con tal calidez. Una gran felicidad brotó en su interior; deseaba expresar de alguna manera su júbilo. ¡Si tan sólo tuviera algún obsequio para ofrecer a Sidarta! Pero no tenía ni un centavo en el bolsillo, ni siquiera un trozo de caña de azúcar, nada. ¿Qué podría ofrecer? Entonces, se armó de valor y dijo,

“Señor, me gustaría tener algo que ofreceros como obsequio, pero no tengo nada”.

Sidarta miró a Svasti y sonrió. “Sí que tienes. Algo que me gustaría mucho”.

“¿Tengo algo?”.

Sidarta señaló el montón de hierba kusa. “Esa hierba que has cortado para los búfalos es suave y fragante. Si pudieras darme unos pocos haces, haría un asiento para sentarme en meditación bajo el árbol. Eso me haría muy feliz”.

Los ojos de Svasti resplandecieron. Corrió hasta la pila de hierba, cogió un gran manojo en sus delgados brazos y se lo ofreció a Sidarta.

“He cortado esta hierba más abajo, cerca del río. Por favor, acéptela. No me cuesta nada cortar más para los búfalos”.

Siddharta unió sus manos formando una flor de loto y aceptó la ofrenda. Dijo, “Eres un chico muy amable. Te lo agradezco. Ve y corta más hierba para tus búfalos antes de que se haga tarde y, si tienes oportunidad, ven por favor a verme al bosque mañana por la tarde”.

El joven Svasti inclinó la cabeza para despedirse y permaneció de pie, viendo a Sidarta adentrarse en el bosque. Después, cogió su hoz y se dirigió hacia la orilla, su corazón henchido con el más cálido de los sentimientos. El otoño comenzaba. La hierba estaba todavía blanda y acababa de afilar su hoz. El muchacho no tardó nada en cortar otro gran haz de hierba kusa.

Svasti condujo a los búfalos a casa de Rambhul, guiándoles por un paso poco profundo del Neranjara; el búfalo pequeño se mostraba reacio a abandonar la hierba de la ribera y Svasti tuvo que convencerle. Con la hierba ligera sobre el hombro, Svasti vadeó el río junto a los búfalos.


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